Roberto Fratini. Máquinas deseantes y protocolos del consenso

 

(Unos apuntes sobre “Pendiente de Voto” de Roger Bernat)

 

Como otros de los trabajos recientes de Roger Bernat (Dominio Público, Pura Coincidencia, La Consagración de la primavera), Pendiente de Voto es otro experimento más en la dirección de eso que las estéticas corrientes definen como “teatro participativo” o “teatro de inmersión”.  Quien escribe estas líneas ha insistido en muchas ocasiones sobre la sustancial ambivalencia, por no decir la “enfermedad primitiva”, de los formatos teatrales basados en la “provocación” literal de los espectadores (del lat. pro-vocare, “llamar dentro y delante”), donde al público (que ya de por sí es una astuta ficción ideológica) se pide que ejerza de forma vicaria las competencias y responsabilidades de la performance. En la gran mayoría de casos, la fórmula homenajea, por así decirlo, una idea de democracia muy tergiversada: la idea, por un lado, de que un espectador literalmente activo es también automáticamente emancipado de su rol pasivo de voyeur, y de su rol hiperactivo de consumidor de un producto espectacular; la idea, por otro, de que la sangre fresca del espectador real obtendría el mágico efecto de aportar la panacea de la verdad verdadera al ruedo vicioso de la ficción teatral. Ahora bien, estoy convencido de que por lo general la activación del espectador lo convierte en un hiperconsumidor empírico e interactivo (lo que convierte el teatro de inmersión en una expresión bastante grotesca de la cultura mainstream), y de que precisamente por esta razón el efecto de la provocación es una literal “realización de lo ficticio”: lo falso no se vuelve verdadero porque el público lo sea, sino que al contrario lo supuestamente verdadero, el público, se vuelve verdaderamente ficticio.

Siempre me pareció que las piezas de Roger reflejaban estas paradojas con una lucidez, con un desencanto poético admirable. Que en suma demostraran con fuerza la ambivalencia, el componente venenoso inscrito en toda pretensión de performatividad del público.

Sorprendido como todos por la oleada del 15-M, y por el poderoso revival de los proyectos utópicos de democracia real que conllevaba; conscientes, también, de que aquello que se cuestionaba con más rabia era, a través de todo el movimiento, el efectivo de poder de representarnos de cuantos son llamados en los comicios a ser nuestros representantes en las instituciones (supuestamente) democráticas de Occidente, quisimos en Pendiente de voto poner  a la gente común en el escenario extraordinariamente performativo de una cámara de diputados, para que experimentaran su dimensión teatral (por ejemplo su perfil exquisitamente protocolario) representándose a si mismos en un contexto en el que a la vez se les concedía, de forma excepcional, aquello mismo que implícitamente reivindican en todos los ruedos del debate de base: ser los representantes “verdaderos”, “sinceros” e “íntegros” de la colectividad social. Un cuerpo político supuestamente emancipado de las ficciones y de las prestaciones (por no decir los engaños y corrupciones) que mueven el gran espectáculo de la liturgia parlamentaria.

Por un lado era fundamental evitar que, en el desarrollo de este experimento-apólogo sobre democracia, se fraguara un maniqueísmo algo facilón, basado en un rechazo incondicional del mecanismo político del voto parlamentario: nos interesaba que el público no sólo tocara con mano el carácter altamente teatral del dispositivo democrático, sino que también aprendiera a respetar sus módulos, por absurdos o quisquillosos que pudieran parecerle; por otro, nos interesaba que, puesto en la situación correcta, cada espectador fuera inducido a separar el juicio sobre los contenidos de la ficción parlamentaria del juicio sobre su formalismo, no ya para juzgar la forma “limpia” sin más, sino para entender que en su suciedad, en su ficcionalidad e hipocresía, esta forma no dejaba de ser la mejor aproximación a una interfaz performativa del ejercicio de las libertades democráticas elaborada hasta la fecha. De que en suma la extrema imperfección del sistema “representativo” encarnado por la maquinaria de la cámara (el ser tan malos “actores” de la voluntad colectiva) de nuestros representantes políticos, era de alguna manera estructural para la garantía de la democracia real, y que cualquier libre ciudadano, conducido a habitar la misma trituradora performativa, acabaría siendo un intérprete muy malo.

Por esta razón, insistimos mucho desde el primer momento en que, aquí más que nunca, el público hallara en la pantalla, con sus propuestas de ley y su gestión estadística a distancia de los resultados del voto (efectuado por mando electrónico con unos chismes chinos cuya contabilización era confiada a un programa informático que fue creado adrede para el espectáculo), un interlocutor aparentemente impersonal; que cada espectador fuera abandonado, por así decirlo, en un espacio performativo bastante avacuado como para que, superadas las reticencias del inicio, aprendiera a leerse a si mismo y a leer a los demás espectadores como los únicos performers efectivos de la “sesión” en curso; y aprendiera a considerar que sus decisiones, tanto en lo protocolario (las reglas cambiantes y opcionales de gestión de la sesión) como en lo institucional (la agenda política esgrimida por las preguntas de la pantalla y los temas de debate) determinarían a la vez la calidad virtual de una supuesta sociedad en construcción, la calidad prestacional del micro-parlamento en curso, y la calidad “espectacular “de la velada: inútil decir que la tentación de orientar espectacularmente la propia presencia a espesas de la plausibilidad política (forjando por histrionismo una cámara potencialmente reaccionaria) era para muchos irresistible.

También considerábamos que, como en todo lugar de declinación del paradigma político, también en el modelo democrático del parlamento toda ficción, toda prestación y toda performance poseían algo así como un anverso literalmente obsceno, cuya sustancia no deja de coincidir con la noción, o con la fantasía, del “poder” en su sentido más puro e incondicional: una fuerza (o una ausencia) cuyo impacto puede de hecho medirse en todos los aspectos de la convivencia, y cuyo prestigio se basa, al fin y al cabo, en la capacidad que tiene, entre mística y erótica, de postularse (y actuar postulándose) más allá de cualquier principio de ley, de consenso, de democracia. Nada más que la raíz de todo fascismo, de todo totalitarismo, de toda opresión. Somos conscientes de que la principal fragilidad de todo dispositivo asambleario (de los más abiertos a los que como la cámara resultan más monitorizados por el guión del protocolo) es la enorme facilidad que tiene de ver sus formalismos colonizados por formas incontrolables de dionisismo, de entusiasmo colectivo, de unanimidad extática: eso mismo que autoriza, al convertir la colectividad en masa, tanto los cambios históricos violentos como las derivas antidemocráticas. Queríamos que de alguna manera este fetiche del poder, que es tanto más corpóreo cuanto más fantasmal, tanto más “activo” cuanto más basado en una ausencia de hecho (el cosquilleo del así llamado “poder absoluto”), se asomara de entre el vacío del dispositivo; que la interlocución entre el público y la pantalla fuera histerizándose en esta dirección; que, sin haber tenido en ningún momento una existencia o consistencia de tipo psicológico, la pantalla fuera despertando poco a poco en el público la sospecha de que el corpus de las preguntas no fuera otra cosa que un “cuerpo” maquinal y deseante, una obscena ofrenda de poder absoluto. Era suficiente, en este aspecto, que poco a poco la pantalla efectuara una especie de “indiferenciación” extática de los “sí” y “no” disparados con virulencia por el público; que su tono fuera haciéndose cada vez más petulante y cada vez más insinuante; que en suma fuera constituyendo cada vez más su interlocución según los ejes no ya de la voluntad política sino de un deseo cuya configuración no podía interpretarse correctamente de no acudir a categorías obscenas. Este paulatino “hacerse cuerpo por ausencia” de una interfaz totalmente fantasmática representaba para nosotros el verdadero crepúsculo de la pieza. E interpretándolo como un crepúsculo, una verdadera distorsión del “clima” de “Pendiente de Voto”, un cambio atmosférico, quisimos imaginarlo como un lento disolverse de toda capacidad de decisión o aseveración, de toda discreción cuanto al sí y al no, muy parecido al ablandarse del pensamiento diurno que se produce en los umbrales del sueño.

Por eso, gustamos entre nosotros de llamar “Molly” el “sistema” (mandos a distancia, programa informático, interfaz en pantalla) cuyo fallo esgrimía hacia el final unos caracteres tan peligrosamente fálicos. Pensamos en Molly Bloom, cuyo flujo de conciencia a punto de dormirse, en el último capítulo del “Ulises” de Joyce, está embrujado por la fuerza carnal de una aseveración, de un consenso infinito y absoluto (los “sí” que reemplazan toda puntuación en el monólogo interior de Molly), que tienen también en Joyce la fuerza de una rendición incondicional, de un verdadero asentimiento sexual, tan alejado de toda conciencia política como para revelar, posiblemente, el secreto anhelo de consenso total, de huelga del pensamiento, de incorporación irreflexiva, que se esconde detrás de cada prestación política.

 

Roberto Fratini Serafide

(Barcelona, 25 de marzo 2012)

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